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El actor Eduardo Barril acaba de recibir el Premio a la Trayectoria en los Temporales Internacionales de Teatro de Puerto Montt por la obra “Historia de amor para un alma vieja”, que esta semana vuelve a la cartelera. A los 82 años, Barril dice estar lleno de inquietud, “siempre caminando, siempre mirando, siempre estudiando”. En esta entrevista repasa su larga trayectoria, recuerda la época dorada en TVN y confiesa que sigue siendo un vividor impenitente y que ha hecho una carrera sin pudor.
Eduardo Barril Villalobos, actor, puertomontino, marido, padre, abuelo, ciudadano, caminante, escritor, es lo que el diccionario de las definiciones para las edades del ser humano llamaría un octogenario. Tiene 82 años recién cumplidos. Pero sus ojos de un color celeste profundo y líquido reflejan otra cosa. Los ojos de Eduardo Barril, que se iluminan cuando él habla, son jóvenes como serían los de un adolescente. Su mirada está alerta. Va y viene. Se vuelve escurridiza o directa o dulce. Se acompaña de las manos, del cuerpo, de esa sonrisa pícara, tan típica de sus personajes en las telenovelas. Eduardo Barril es pura intensidad.
Severamente sentado durante una tarde tibia en su departamento de Providencia, se revela como un hombre tan lleno de vida, de ideas y de encanto que parece no tener edad. Aunque sus decenas de recuerdos, su modo de decir y su manera de comprender el mundo reflejen -en verdad- el entendimiento de quien parece haberlo vivido (casi) todo.
Hoy, lo que vive es la reposición de la obra “Historia de amor para un alma vieja”, escrita por Felipe Zambrano. La pieza, montada por la compañía Fa, tendrá una breve temporada hasta el 26 de agosto en el teatro Mori. En ella, una nieta -a cargo de la joven Colomba Larraín– desarrolla estrategias para convencer a un viejo capitán -a cargo de Barril– para que ceda ante un cambio pedido por la pareja de él, interpretada por Luz Jiménez.
Juntos, Barril y Jiménez, recibieron hace un mes el Premio a la Trayectoria en los Temporales Internacionales de Teatro de Puerto Montt. Eduardo Barril cuenta que lo pasa “muy bien” con Jiménez, que está cómodo con ella. No es raro. Durante décadas compartieron pantalla. Él formó parte del elenco que dio vida a la única telenovela que ella protagonizó, la muy célebre “Bellas y audaces”, de 1988. Después, formaron parte del grupo de actores que participó en la llamada época de oro de las teleseries del canal estatal, con títulos como “La Fiera” (1999), “Romané” (2000) o “Pampa Ilusión” (2001).
Sobre “Historia…”, Barril afirma: “Al ver estos dos seres mayores ya resonados cada uno, se produce algo muy hermoso. A veces, en el público hay niños de 8 o 10 años. Ven la obra al lado de la abuela o del papá o solitos. Y los veo ahí, agarrados con la historia, con el poder que tiene la niñita para cambiar el mundo a través del respeto. La obra tiene esa cosa maravillosa del escucharse. Para mí, es un despertar”.
-¿Y el teatro qué es para usted?
-En griego, theátron, un lugar para ver y para verse. Cuando tú ves, te ves. Se produce un fenómeno de comparación y de aprendizaje. Y, si la vida no es para verse, no sé para qué será. Por eso la vida es un teatro. Aunque no le importe a nadie, pero te importa a ti, porque eres el que se exige. Nadie te va a exigir más que lo que tú te puedas exigir.
Eduardo Barril entró a la universidad a estudiar dos carreras. Se quedó con el teatro. Formó parte del afamado Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (Ituch) y actuó con bajo las órdenes de Eugenio Guzmán en la primera versión chilena de “Romeo y Julieta”, que fue traducida por Pablo Neruda. A mitad de los años 60, entró por primera vez a la televisión chilena para hacer teleteatros; en 1972 ganó un concurso literario; en 1973 se fue becado a estudiar dirección de televisión en el Centro de Producción RAI (Radio y Televisión Italiana) de Turín. De regreso en Chile trabajó por décadas en teleseries. Su currículum da cuenta, además, de 12 películas.
-¿Se podría decir que ha tenido una trayectoria diversa, larga y exitosa?
Sí, estamos de acuerdo, con pudor, pero sí. Tengo 82 años y al mirarme al espejo no me reconozco. O sea, sí lo hago, pero no corresponde a lo que veo, a lo que siento adentro. Estoy siempre inquieto, siempre caminando, siempre mirando, siempre estudiando. Pactando de todo, en la medida de lo posible.
-¿Y exitosa?
-Bueno, son los logros que uno ha tenido. Lo de cualquier actor que se dedique a lo suyo. El éxito es lo más relativo que hay.
-¿Y diversa?
-Ha habido de todo. Drama, tragedia, comedia, farsa. He animado fiestas infantiles, decorado tiendas. Ha habido una gran variedad, sin pudor, con impudicia. En el buen sentido de la palabra.
– ¿Cuál es el buen sentido de esa palabra?
-Esto lo hago porque estoy convencido. No daño a nadie. Es lo mío, lo hago, quiero llegar ahí. Sin pudor, que puede ser el peor sentido, pero es el mejor.
-¿Un poco filosofía de vida?
-Se ha ido dando. Pienso que, si uno no hubiera nacido, nada de esto existiría, no estaríamos hablando de nada. Cada uno es el protagonista y el finalista de su propia historia. Y si hubiera una cierta conciencia de eso, sería una humanidad más comprensiva. No de los unos contra los otros, sino de los unos con los otros, preocupándose: no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti.
-Bien cristiano. ¿Usted es cristiano?
-Por el colegio, San Francisco Javier. Pero ha sido una cruz también, como le pasa a todo cristiano. No voy a misa, no soy católico, sino cristiano, también en el buen sentido de la palabra. Yo creo en los buenos sentidos de las palabras. Uno hace con las palabras lo que quiere. Un poeta puede ser maldito usando la palabra amor, y otro poeta puede ser bendito usando la misma palabra.
-¿Y este buen sentido incluye creer en Dios?
-Fíjate que soy ateo. Creo en el hombre. Yo escribo, y a veces empiezo un “poemento”, que es una mezcla de poesía y cuento: El hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza, confabulando estrellas, simientes y fonemas, y poniendo límites y castigos por la incierta seguridad de saberse oído, entendido, comprendido. El hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza. Hizo pueblo blanco, dios blanco, pueblo negro, dios negro. En realidad, para mí los dioses son controles.
-¿Controles morales?
-Morales, sociales, políticos. En nombre de… Además, son usables. Los seres humanos, que son los que los inventaron, los usan para bien y para mal. Dios justifica muchas cosas. Cada uno tiene al Dios que se merece y respeto muchísimo a quien cree, como pido que se respete al que no cree. Cuando camino por la calle y se me acerca gente a darme recados de determinadas cosas o de sus creencias, los escucho con mucha atención y no rebato nada. Acepto y recibo, pero ya no me afecta. Yo tuve mucho miedo cuando era niño.
-¿Miedo a qué?
-No se me fuera a morir mi mamá sin haber ido a la iglesia. Porque si mi mamá se moría sin haber ido a la iglesia un domingo, según el cura de mi pueblo, se iba directo al infierno. Eso es castrante. Casi un negacionismo, un dogma.
-Es interesante. Dejó de creer y perdió el miedo.
-En cierta forma, sí. No quiero que suene arrogante, ni mucho menos, por favor. Desde mi más profunda humildad lo digo: no tengo miedo a la muerte. Me di cuenta de eso y qué respiro. No hay nada después. No hay cielo, no hay infierno, no hay purgatorio. No hay cualquiera otra de las terribles cosas que las culturas antiguas te anticipan si te mueres en pecado. Estoy libre de eso. Todas las noches morimos. Te acuestas y mueres. ¿Qué hay entre medio? Algunos que sueñan, otros que no sueñan.
-Y otros que se olvidan de los sueños.
– Sí, por cierto. La mayoría de las veces se te olvida. Pero el miedo es castrante. El miedo es obediencia. No hacer nada por miedo. Es distinto a cuando uno vive en una sociedad civilizada, donde los semáforos nos ayudan a convivir mejor, a respetarnos.
– ¿Cómo están los semáforos en Chile hoy?
-Absolutamente más o menos.
-¿Qué nos pasó?
-Yo diría que son varias las causas. Pero una a la que le presto mucha atención es la educación. La educación básica, que no sea dogmática. Tengo el más profundo reconocimiento hacia las escuelas normales, al maestro con M mayúscula. Uno solo era capaz de formar una generación completa de niños. Para mí los profesores normalistas son grandes.
-¿Ayuda el teatro a tener esta visión de mundo?
-Pienso que sí. Uno puede, dependiendo también de dónde esté y cómo esté y cuán preparado esté, gracias a qué maestro, tener una visión de mundo. A través de las obras de teatro de diferentes épocas, uno va descubriendo el quehacer del entorno del país, del momento histórico que se está viviendo. Todas las obras son espejo y reflejo.
Eduardo Barril cuenta que pasó la pandemia del Covid-19 “guardadito y respetuoso de las leyes sanitarias”. No por eso dejó de caminar: “Una hora con reloj por todo el departamento. Tenía un mapa de las puertas, la de la cocina, la de los dormitorios. Y caminaba una hora respirando, sudando. Disciplina, disciplina. Para estar bien”. Dice que el 28 de diciembre de 1999, día de los inocentes, abandonó el trago, porque hasta ese día era alcohólico: “Dije hasta aquí nomás llegué. No he tomado más nunca más en la vida. Disciplina, disciplina. Era malo”.
Se casó con su tercera esposa hace 22 años: “Al mes que estábamos pololeando la invité a Europa, para que veas que no soy apretado. Le pedí matrimonio allá, pero se hizo de rogar unos meses más”. Mucho antes, a fines de los años 60, viajó con quien fue su primera esposa a Panamá. Allí nació una de sus dos hijas e hizo una carrera. Lo que él quería era llegar a México y triunfar con el boom de las telenovelas mexicanas, pero no llegó: “No conozco México. Era el fin de 1967 y en esa época Chile y México estaban con las relaciones medio complicadas. Entonces nos quedamos en Panamá, al aguaite”. Dice que fue una época feliz.
-¿Usted vivió el golpe de Estado en Panamá?
-Para nosotros fue una sorpresa. Y después llegaban más noticias allá que acá. Se sabía más y fue bien terrible, espantoso. Además, teniendo aquí familiares, amigos, la vida entera. Siempre lo cuento. Víctor Jara, a quien yo conocí, con quien trabajé en teatro, que me dirigió en tres obras.
-¿Cómo fue Víctor Jara?
-Fue una gran persona. Y yo he copiado algo suyo. Más que copiar, me llegó y lo uso, lo siento. Algunos colegas míos se creen la muerte, pero yo me creo la vida, y Víctor era así. Él se creía la vida y no la muerte. Es más bonito así.
-¿Usted se cree la vida?
-Sí, yo no me creo la muerte. Frente a una obra de teatro, o frente a una relación, me siento un ingrediente del queque, no me creo el hoyo del queque. El que se cree el hoyo del queque está perdido, porque el hoyo es la nada, el hoyo no tiene ninguna comunicación con nada, mientras que yo tengo comunicación con la señora Harina, con el señor Azúcar, con el señor Canela, y con todo lo demás, porque soy un ingrediente.
– Entonces es verdad que no le importaba ser protagonista en las teleseries.
– Claro que no. Si, de repente me llegaba un gran personaje, fantástico. Pero nunca resentí nada. Además, tuve la suerte de trabajar muchos años con Vicente Sabatini, que es un maestro.
-¿Cómo fue trabajar con Sabatini?
-Con rigurosidad, que me encanta. Me encanta que en el trabajo artístico exista rigurosidad. Era muy distinto, te demorabas mucho más en grabar y era para bien. Recorríamos Chile, con temas que interesaban, con temas sociales, como en “Pampa Ilusión”. Todo tenía su toque. Fue una época muy creativa en todo sentido.
-Pero se acabó. Un motivo para no hacer telenovelas. ¿Algo más?
-Tampoco me gusta la tremenda diferencia que hay en los sueldos. Se debería buscar una media. Algunos ganan más que otros, como en todas partes del mundo. Pero esa distancia a veces es sideral y crea que el equipo se resienta, que no haya onda, que haya animadversión y lo importante es que el señor Harina se entienda con el señor Azúcar, y que pase la señorita Miel, y que esté en armonía.
-De sus papeles, ¿el peor fue el pedófilo Mr. Harper en “El laberinto de Alicia”?
-Fue terrible, odioso. Yo tomo el papel sea cuando me interesa, porque todos tienen su justificación. Si el texto lo aclara, maravilloso. Si no, uno tiene que aclararlo de cualquier manera, crear su universo.
-¿Y cómo se justifica a Mr. Harper?
– Tengo escrita una cosa que se llama Los Santos Inocentes. A la larga todos son santos inocentes y este canalla, también. Es su naturaleza y así ha sido siempre. La cucaracha tiene cara de cucaracha sin tener idea. Se desplaza como cucaracha sin tener idea. ¿Por qué repelo yo a la gente? No sé por qué. Es santo e inocente.
-Cuando volvió a Chile en 1974 empezó a hacer clases en la Universidad de Chile.
– Fíjate que sí, me aceptaron. Fui profe en un semestre de Alfredo Castro, de Andrés Pérez, de Claudia di Girólamo, de Aldo Parodi. Me tocó la suerte de estar ahí con ellos. Hacíamos cosas bien bonitas.
-Y como alumno vivió una época de gloria.
-Sí. Fui alumno de Pedro Orthous, de Eugenio Guzmán, de Agustín Siré, de Patricio Bunster. Tuve grandes maestros. Eso se echa de menos. A veces, con Eugenio Guzmán, hacíamos caminatas desde el Teatro Antonio Varas hacia Estación Central en la noche. Teníamos función los sábados. Caminando, caminando, conversando. De repente pasábamos a algún bar en la Alameda, nos tomábamos un vinito o una cerveza, y seguíamos conversando sin temor a nada, sin miedo. Yo ahora tengo miedo para salir en la noche.
-¿Por qué?
-No hay seguridad, estamos sobrepasados. Y al estar sobrepasados, imaginamos tantos robos, tanta violación, tanta violencia. Antes, si alguien te cogoteaba salías en primera plana de la revista Vea, había seguridad peatonal y real, que ya no existe.
– Acaba de morir el actor Luis Alarcón, compañero suyo en tantos elencos. ¿Qué le pasa a usted con muertes como ésa?
-Me deja mudo. Y dedico, y te lo digo con absoluta honestidad, un instante largo ese día, cuando me entero de la muerte, a estar con la persona. No físicamente. Sentadito, en una pieza oscura, y me habito de sus recuerdos. Me habito de momentos. Me habito de su cara. Y lo acepto todo Ya pasó, ya está, ya estuvo, ya fue, ya es. Es toda la conjugación del verbo. Hizo lo que tenía que hacer. No molestó a nadie. No agredió a nadie. Todo está bien.
Eduardo Barril es un hombre lleno de historias y sus ojos brillan con socarronería cuando las relata. Cuenta, por ejemplo, de cuando volvió a Chile y deambuló por canales de televisión: “Yo tenía experiencia como director en la RAI, pero no logré que me dieran pelota en ninguna parte”. En la facultad, sus alumnos lo encontraban “ondero” y él cree que es porque fumaba Marlboro y usaba abrigos largos: “Me lo confesaron después, pero me los gané y tuvimos una muy hermosa relación, y el que diga lo contrario miente”. También recuerda que fue redactor creativo en una agencia grande, que actuó en un comercial de tarjetas de crédito, que escribió teatro y que armó un café concert: “De los primeritos que hubo con ese concepto. Era teatro musical bonito”.
En los años 80, dirigió a una vedette de la época. Ella quería todo el protagonismo. Por eso, cada vez que un compañero tomaba escena, ella desde atrás hacía sonar puertas para interrumpir. En los 70, en “Romeo y Julieta”, el ya fallecido actor Marcelo Romo, de quien era “muy amigo”, le pegó “un fierrazo” en el cuello. Barril dice: “En la obra hay una pelea a florete. Con qué seriedad se hacían las cosas en el Teatro de la Chile en esa época. Teníamos un profesor de esgrima, que se llamaba Moreno, y que nos hizo una coreografía de la pelea. Pero, de repente, ¡fuam!, sentí un huascazo y salió igual que en las películas un chorro de sangre. Estábamos en el escenario. Como pude, me tapé, terminé la escena y me llevaron de urgencia. No lo perdoné durante años”.
-Usted es escritor y adaptó la telenovela “Casagrande”. ¿Nunca pensó en escribir algo propio?
– Adapté esa teleserie, pero prácticamente fue todo creación mía. Néstor Castagno hizo la primera parte, pero llegó hasta el capítulo 49. Y me llamaron, porque tenían el antecedente que yo había ganado premios de literatura en Panamá. Dije: ya, perfecto, voy a escribir. Pero puse una condición. ¿Sabes cuál? Para que veas tú las condiciones económicas de aquella época. Pedí que, trabajara o no, me pagaran el capítulo como actor.
-¿Le dijeron que sí?
-Aceptaron la idea y yo cobraba por dos cada capítulo. Escribía uno por día, con esas máquinas de escribir Smith-Corona. De repente terminaba a las 2 o 3 de la mañana, porque llegaban del Canal 13 a buscar el guión a las 8. Se iban, sacaban copias que se repartían, y eso se grababa en 3 días más. Mi personaje se llamaba Federico y yo lo iba colocando a veces. De repente terminaba y veía que Federico no estaba. Volvía atrás, rehacía esa página y lo ponía: en el fondo del jardín, Federico cruza leyendo un libro.
-Después, en los 2000, mandaba cartas a los diarios. ¿Por qué?
-De repente dejé esa afición. Sentía que tenía que manifestar, para mí era como la plaza pública. Encontré que era una buena manera de acusar cosas, de clarificar temas, de decir no se las van a llevar peladas. Hay una cosa como de denuncia. En vez de hacer un graffiti, escribir una carta. Me entretenía mucho.
-Entre autor y actor, ¿qué prefiere?
-Depende, fíjate. Yo, como actor, lo paso muy bien. Pero escribiendo, también. Me cuesta elegir, pero por temas de con qué compro el pan, elijo actuar.
-Pero usted no tiene grandes preocupaciones, porque recibió una herencia.
-No. Eso de la herencia es porque un colega actor se quejaba mucho y me decía que cómo iba yo a salirme. Yo le decía: Termino esto y voy a hacer otra cosa, voy a dedicarme a escribir. Y él me contestaba: Te vas a morir de hambre. Y ahí le contesté: No, si yo recibí una herencia. Para que me dejara tranquilo. Fue un mito. Lo tiré como chiste y él, que era muy hablantito, corrió la voz por todos lados.
-Entonces no es cierto.
-Todo el mundo lo creyó y me liberé. Nadie más me cuestionó. Todos sabían que estaba protegido por la herencia de una tía con mucha plata. ¿Y sabes tú cuál es mi herencia? Mi capacidad de ahorro. No me dejo engatusar por los cantos del cisne. Tengo de auto un Toyota Tercel de 1997. Yo guardo.
-Hace 30 años, una revista tituló hablando de usted y lo definió como vividor impenitente.
-Creo que no he cambiado. Quizás ahora me hago de rogar, quizás ahora selecciono con más acuciosidad o mejor los proyectos, porque tengo más experiencia y antes era pura intuición y era fantástica porque no fallaba. Ahora, a las cosas que no son muy buenas, les digo no nomás. Me doy el lujo de decir que no, y no es porque tengo una herencia de una tía rica, sino porque he sido ordenado con la plata y alineado con el alma. He elegido lo que he querido. Amo mi oficio, amo enseñar y aprender. De una niña de 15 años o de una señora de 84, sin prejuicio, sin juzgar, sin descartar”.