Dice la leyenda que el arte del kintsugi nació durante el s. XV cuando el shogun japonés Ashikaga Yoshimasa envió su taza de té rota hacia China para que la repararan. Cuando la devolvieron, el shogun se disgustó al ver que la pieza había sido enmendada con unas grapas de metal mediocres. Esto motivó los artesanos de la época a buscar una forma de reparación alternativa que fuera agradable a la vista.
De aquí se creó el arte tradicional de reparar las piezas rotas de cerámica o porcelana con un esmalte especial hecho con polvo de oro, plata o platino. El resultado son estas costuras doradas y bonitas que hacen brillar las grietas de la pieza, dándole un aspecto único.
En japonés kintsugi quiere decir “reparar con oro”. Un método de reparación que celebra la historia de cada objeto haciendo énfasis en sus fracturas en lugar de ocultarlas o disimularlas. El kintsugi da una nueva vida a la pieza transformándola en un objeto incluso más bello que el original.
Diversas ideas filosóficas del momento influyeron en la creación del kintsugi, como el wabi-sabi que se centra en coger la belleza en la imperfección, el mottainai que es el sentimiento de lamentarse cuando algo es malgastado y el mushin que tiene que ver con el principio de aceptar el cambio.
Todas las personas tenemos heridas, marcas y cicatrices que hemos ido adquiriendo con el correr de los años. De eso se trata vivir. Pero, por esta cuestión tan humana y quizás tan moderna donde parece no estar permitido mostrar todo lo que nos pasa y solo hacer foco en el éxito y la felicidad, decidimos ocultar esas cicatrices. El Kintsugi, al reparar las piezas de cerámica rotas y no disimula las rajaduras y las líneas de rotura, al contrario, se les otorga un nuevo valor y se las hace más visibles utilizando polvo de oro o plata líquida.
Este método exhibe esas heridas del pasado y así, adquieren una nueva vida. Además, así no hay dos piezas iguales nunca. Plantea la maravilla de la individualidad y lo genuino. Hoy esta técnica ha traspasado las fronteras de la alfarería y se ha convertido en toda una filosofía de vida que revalida las heridas del alma y nos enseña sobre la resiliencia, una competencia clave de esta era. No hay dos personas iguales y ahí radica la maravilla.
La filosofía kintsugi nos enseña que todos podemos reconstruirnos y centrarnos en nuestros puntos fuertes. En vez de usar polvo de oro o laca, debemos fomentar nuestra autoestima, descubrir por nosotros nuestras habilidades y ser bondadosos con todos, pero sobre todo con nosotros. No ser tan críticos, aceptarnos con toda nuestra historia y carga emocional. Si aprendemos de nuestros errores y traumas del pasado, dejar ver esas cicatrices no tiene por qué ser un tabú ni mucho menos. Somos imperfectos y eso está bien. Es imposible ser “perfectos en este plano”. Tenemos que ser resilientes y ver cómo aprender del dolor o los errores; esta es la mejor virtud que podemos tener siempre. Animarnos a mostrarnos imperfectos, nos hace humanos, más sabios y mejores personas en todos los aspectos de nuestra vida. Reconocer y darle entidad nuestra hoja de ruta en la vida es la que nos lleva a encontrar el mejor camino, por más curvas y desvíos que nos presente. El resultado de ser transparentes siempre es positivo.
Hoy, con la crisis que nos enfrentamos como sociedad, donde reina la incertidumbre, nos sentimos vapuleados y con heridas que dejan marca, tenemos que sacar la resiliencia para poder lidiar con estos eventos traumáticos de forma positiva. Aprovechar las oportunidades que brinda la vida, reorganizarnos positivamente y atravesar las dificultades que se presenten. Nuestras experiencias, nuestras heridas, las enseñanzas y aprendizajes son los que nos convierten en lo que somos y lo que estructura nuestra personalidad. Estamos formados de todo eso y nada debe ocultarse. Hay que resignificar y darle un valor. Como dice el poeta Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”.